Isidoro Valcárcel Medina (Murcia, 1937) es un artista plástico y conceptual español. Se fue a vivir a Madrid con 19 años, donde realizó estudios de Arquitectura y Bellas Artes, aunque no los finalizó.
En 2007 recibe el Premio Nacional de Artes Plásticas de España. En 2015 se estrena en el Festival Punto de Vista de Pamplona el documental «No escribiré arte con mayúscula», dedicado a su vida y obra. Recibió el Premio Velázquez de Artes Plásticas en 2015. Su trabajo a lo largo de más de cuarenta años está dotado de gran rigor y coherencia. Sus propuestas suponen una actitud compro-metida y alejada de los aspectos comerciales del arte. Su concepción artística puede entreverse en una de sus afirmaciones: «El arte es una acción personal que puede valer como ejemplo, pero nunca tener un valor ejemplar». De ese modo, para él, el arte sólo tiene sentido cuando nos hace conscientes y responsables de una realidad personal, normalmente a través del propio juego del arte.
Inicia su trabajo desde la pintura pudiendo encuadrarse su trabajo en el informalismo; su única exposición dentro de esta tendencia la realiza en 1962 en la galería Lorca de Madrid. Posteriormente, su trabajo se encuadra en el arte objetivo, constructivista y racional; en 1967 es seleccionado para el Primer Salón de Arte Constructivista. En
1968, tras una estancia en Nueva York, toma contacto con el minimalismo.
De una fase denominada por él mismo como «pintura habitable» evoluciona hacia la construcción de lugares mediante «environements» y «performances». A partir de 1972 sus trabajos se realizan en ámbitos urbanos principalmente y su intervención en grandes espacios dimensionales. Los dos últimos han sido 169 lotes de fichas que le «sobraban» a Isidoro Valcárcel Medina de su proyecto “Ir y venir” que se presentara en el 2002 en la Fundación Tápies de Barcelona para itinerar a Murcia y Granada.
Un día de perros, justo el año en el que recibía el Premio Nacional de Artes Plásticas, con gran solemnidad, dentro de un ataúd de cinc (casi se deslomaron los porteadores), dos metros bajo tierra quedaron, para los restos, textos que acaso lean arqueólogos de un
futuro improbable. Apareció, según me cuentan, una mujer que tocaba la dulzaina y el tamboril, justo cuando Valcárcel aseguró que la obra estaba «donde tenía que estar».